sábado, 9 de enero de 2016

CONCLUSIÓN.

Esta noche he revisado este espacio del cual me he retraído. Me he preguntado porqué no había escrito nada, y la razón principal es que así como la opinión de miles de personas no me importa en lo más mínimo, tampoco encuentro de mi interés, compartir mi opinión con muchas personas que no tienen el criterio para entenderla, mucho menos, para coincidir con mi visión, del mundo, ya no del país, porque antes de ser censurado a la mala, prefiero mesurarme, y no comentar, discutir, ni criticar, lo que ya no se puede cambiar.

He aquí, que leyendo a vuelo de ave las publicaciones breves de una compañera -en Facebook-, aprecié con nostalgia este espacio, que debo confesar, no es muy visitado, ni quiero que lo sea, donde he venido a expresar de repente, inquietudes personales que bien podrían ser comunes entre aquellos que también han tenido acercamientos con la cultura, el arte, la introspección, y sobre todo, la misantropía.

Así pues, luego de dos largos años, retomo, a este espacio virtual.

Sigo con las letras que tanto amo, con la inspiración, que me riñe, abandona, y vuelve, con la esperanza que estas letras llamen la atención de una musa nueva de nombre, Edith.

Tras la tragedia electrónica
en que se ahogasen sin abrir sonidos
los versos últimos, reiniciamos la tarea
en brillante desierto atemporal,
la desnudez del alma reluciente,
 sin música, ni voces
con el silencio tan sólo.

He aquí la condición inhumana, transversal,
indefinida, deforme. Multitud de letras apenas
logran modificar –no así moldear, esculpir-
esa la masa que todos vemos, pero ignoramos,
callada-mente.
Desde aquí, lentos e inseguros describimos
las texturas del infierno interno, la voz en deshora
que no calla, que dicta, acompaña, acosa
en los callejones del insomnio, caravana entre dunas.

Es que no empezamos a decir.
Palpitamos, nada más.

Regurgitamos humildemente.                 Letras.
Energúmenos que anticipan la orgía intelectualoide,
disimulada verborrea con que explorásemos pantanos
de retórica, aferrados a exóticas metáforas, investidos
pues de esos colores (auras, aureolas, destellos enfermizos)
 con que pudiésemos identificar a los amantes de las musas.

¿Para qué?
Todo se ha escrito. Todo se ha dicho. “No hay nada nuevo bajo el sol”
Salvo el caos. La catástrofe individual.
La hecatombe, el Apocalipsis.
Todos los principios y finales
(exterminios, diluvios, resurrecciones ),  acaecen
en pechos imbuidos de ánimo literario, de incoherencia, hambre de tinta,
inadvertidos, casi imperceptibles cambios
que tiñen las miradas, envuelven los cabellos,
transforman a los seres, ora jóvenes, ora viejos,
en introspectivos amantes de, nuevamente, la palabra.

Podríamos llamarles “zombies” (no hay ya palabras prohibidas),
reinventar la definición propia, que nos define, que los define,
que te define.

Mas el caos perdura. Surge de las manos, a la boca,
del corazón a las obras, se pinta, se esculpe, se grita.
Imposible ser muertos en vida.
La muerte es vida, la muerte es cambio,
ya lo dice el Tarot –no Jodorowski

Cerramos las almas, los ojos, los oídos,
sumergidos efímeramente en nosotros,
en ellos, en todos, nos abstraemos.
No es huida, sino reencuentro.

El mar, tan lejano vive en nosotras, en nosotros.
El espacio exterior, infinito, nos atraganta
en nuestro sueño, devorándonos.
Sin sentirlo, somos calcinados, forjados
en un fuego incoloro, puro, e intocable.

Parpadeamos.

Nuestro mundo sigue en el mismo punto.

Nosotros no.

Hemos aprendido
a dominar el caos.


                                                                       13 de junio de 2015.           12:37 a.m.

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